Estudios científicos independientes analizan cómo el cerebro humano transforma las notas de la música en emociones, un misterio que intriga a psicólogos y musicólogos desde hace décadas.
Siempre hay música. Los ritos en casi todas las religiones se subrayan acústicamente con canciones y, con ellos, las etapas vitales de millones de personas, desde su presentación en sociedad hasta su muerte. Equipos deportivos y enteros países condensan su identidad en una canción, que convierten en su himno oficial. La música lo marca todo, de lo más colectivo a lo más íntimo. Los enamoramientos, con “nuestra canción”. Las separaciones, con un tema de despecho o de melancolía. Las fiestas, eternamente ligadas al cante y el baile. Los cumpleaños. Las Navidades. Hay discos que quedan asociados a unas coordenadas emocionales y tienen el poder de llevarnos a un momento, un lugar o una persona. La música es uno de los elementos que más y mejor saben emocionar al ser humano. Lo que no se sabe muy bien es por qué.
Psicólogos y neurólogos llevan décadas intentando entender cómo percibe la música el cerebro, qué células y circuitos entran en juego. Si es un rasgo exclusivamente humano u otros animales, como los pájaros o algunos perros, son igualmente musicales. Si existen algunos ritmos universales o por qué la música en directo nos emociona más que la grabada.
Este mismo mes, tres estudios independientes han intentado arrojar algo más de luz sobre el tema. Sascha Frühholz, profesor de la Unidad de Neurociencia de la universidad de Zurich, es el autor principal de uno de ellos. Lleva años estudiando cómo se transmite la emoción a través del sonido, un tema que ha sido muy explorado, admite, pero en el que encuentra ciertas lagunas. “Apenas hay estudios que analicen la música en directo, y creo que es algo que todos sabemos a nivel personal, que en un concierto, sientes la música de forma más intensa”, explica en conversación telefónica.
“Los artistas suelen buscar esa conexión con el público”, explica en un intercambio de audios la psicóloga Rosana Corbacho, que lleva varios años especializada en tratar a músicos y otros profesionales del sector. “Hay que saber surfear esas olas emocionales para poder estar presente y abiertos a la conexión con el público. El estar sintiendo las mismas emociones o estar provocando ciertas emociones en un concierto es descrito como una de las experiencias más intensas en la vida de un artista”, reflexiona. Este sentimiento de pertenencia, de formar parte de algo, sirve como amplificador emocional, magnificando los efectos de la música en un público que reacciona al unísono ante un mismo estímulo. Es algo que se aprecia en los conciertos o discotecas actuales, pero que funcionaba igual en los ritos prehistóricos con música y baile frente al fuego. “Hay estudios donde se ve como al público que está bailando en un club una sesión de un DJ el ritmo del corazón se les sincroniza de alguna forma”, señala Corbacho. “Es como si nuestras neuronas bailaran al mismo ritmo”.
El siguiente estudio no tuvo lugar en un laboratorio suizo, sino en la selva boliviana. Allí llegó, después de días navegando por el Amazonas, un grupo de científicos para preguntar por ritmos, sonidos y musicalidad a la tribu de los Tsimane. Nori Jacoby, psicólogo del MIT, lideraba el experimento, que ha sido publicado en Nature. “Habría sido más cómodo hacerlo desde el sofá”, reconoce con sorna, “pero no fue así. Hicimos pruebas in situ con más de 900 personas de 15 países”. Muchas procedían de sociedades cuya música tradicional contiene patrones rítmicos distintivos que no se encuentran en la música occidental. Y se hizo un esfuerzo extra para buscar perfiles con poco acceso a internet para evitar que sus gustos musicales fueran demasiado homogéneos, explica Jacoby, que en la actualidad trabaja en Instituto Max Planck de Estética Empírica de Fráncfort.