
Fuego en la garganta: cuando escribir no salva, pero arde bonito
Texto: José Miguel Lax Asís
Beatriz Serrano no escribe para gustar. Escribe como quien se arranca una costra y se ríe del chorro de sangre. Fuego en la garganta no es una novela, ni unas memorias, ni un diario. Es un vómito precioso. Un espasmo con rímel. Un relato autoficcional que no pide perdón por decir «yo» cada dos líneas, pero que también sabe que ese “yo” es una construcción frágil, a veces patética, a ratos gloriosa.
Aquí no hay heroínas, solo mujeres cansadas que se levantan igual, con resaca emocional y sombra de ojos corrido. El viaje de la protagonista no es iniciático, ni inspirador, ni terapéutico. Es simplemente real: drogadicciones afectivas, nostalgia millennial, trabajo basura disfrazado de glamour editorial y ese amor por los hombres inadecuados que ya no duele, pero deja zumbido.
La prosa de Serrano tiene filo, pero también pelusa. Va del chiste al abismo sin cambiar de tono. Se permite hablar de Tinder y de trauma infantil en el mismo párrafo, como quien mezcla Prozac con champán. Hay algo sucio y brillante en esa forma de narrar la tristeza, sin solemnidad, pero con una conciencia feroz de lo que significa exponerse: no por valentía, sino por impulso.
Este Fuego no ilumina, quema. No hay redención, ni arco, ni moraleja. La única lección es que sobrevivir es una costumbre, no una hazaña. Que la tristeza también puede tener buena iluminación. Que el cuerpo es un campo de batalla donde a veces ganamos una tregua con un polvo triste, una playlist cursi o un mensaje que no debimos enviar, pero igual enviamos.
¿Y qué si a veces se pasa de lista? ¿Y qué si hay frases que parecen escritas para ser subrayadas en una historia de Instagram con una canción de Lana del Rey? La vida también tiene algo de guion mal escrito. Beatriz lo sabe, y por eso se ríe antes de llorar.
Fuego en la garganta no cura, pero acompaña. Como una amiga que llega tarde a todo, menos al desastre.