
Los Soprano, la verdadera Cosa Nostra
Texto: José Miguel Lax Asís
Los Soprano no inventó la televisión moderna, pero la mandó al diván. Hizo de la mafia algo más que sangre y gabardinas: la transformó en ansiedad, sesiones de terapia y niños con déficit de atención. Si El Padrino era Shakespeare con metralletas, Los Soprano es Ibsen con pistolas escondidas en la panera del desayuno.
A Tony Soprano lo conocemos con una familia desordenada, una amante mal escondida, una madre que haría llorar al mismísimo Freud, y una parvada de gansos que lo llevan directo al suelo. Es el primer mafioso en pantalla que llora sin que le metan una bala. Lo que antes se resolvía con un tiro ahora se procesa en un sillón de cuero beige con la doctora Melfi tomando notas y nosotros, como voyeurs privilegiados, escuchando el inconsciente de un capo que odia que lo analicen, pero no puede vivir sin serlo.
La violencia está, sí, pero no se celebra. La sangre no salpica con glamour; salpica con consecuencias. Hay cadáveres que no cierran tramas, solo ensucian la alfombra del sótano. Y los diálogos —benditos diálogos— son más reveladores por lo que callan que por lo que dicen. Cada escena en la mesa familiar es una guerra fría con espagueti. Cada conversación en el Bada Bing tiene más existencialismo que los monólogos de Kierkegaard, pero con tetas de fondo.
Y luego está ese final. Oh, ese final. Ni conclusivo ni evasivo. Un fundido a negro que nos devuelve al lugar del espectador desorientado, como si David Chase nos dijera: “Esto no se termina, solo deja de mostrarse”. Porque la vida —la de Tony, la nuestra— no tiene música de cierre, solo interrupciones abruptas.
Quizá Los Soprano no sea una serie sobre mafiosos, sino sobre gente que se disfraza de sí misma todos los días. Como Emma Stone con cerebro nuevo en un cuerpo viejo, Tony también es una criatura recombinada: mitad instinto, mitad culpa, con una pastilla bajo la lengua y un arma bajo el asiento.