The Wire

The Wire, la serie que cuando escuchas una sirena de policía no te tranquiliza

Texto: José Miguel Lax Asís

The Wire no es una serie: es una sinfonía desafinada en cinco movimientos. David Simon no escribió televisión; escribió sociología con subtítulos. Hay quien entra pensando que verá policías persiguiendo narcos, pero lo que encuentra es un espejo —roto, sucio y deforme— de las estructuras que nos sostienen y nos devoran: policía, política, educación, periodismo y tráfico de drogas. Todo igual de podrido, todo igual de humano.

Aquí no hay héroes. Ni antihéroes. Ni siquiera redención. Solo personas atrapadas en sistemas que funcionan exactamente como fueron diseñados: para fracasarles. Si Los Soprano nos mostraba la ansiedad del individuo, The Wire nos lanza de cabeza a la enfermedad del cuerpo social. Y sin anestesia.

Las calles de Baltimore son el escenario, pero podrían ser las de cualquier ciudad donde el poder se hereda, la pobreza se recicla y la educación es una ceremonia vacía. Los personajes —de Stringer Bell a McNulty, de Omar Little a Bubbles— no son arquetipos, sino síntomas. No se mueven por motivaciones personales, sino por fuerzas estructurales que los aprietan como tornillos viejos. La tragedia de The Wire es que incluso los que quieren hacer el bien terminan estorbando.

Y sin embargo, es imposible dejar de mirar. La serie tiene esa crudeza de la literatura naturalista, mezclada con el ritmo de una novela río. No hay fuegos artificiales, solo fuego lento. Un capítulo parece no contar nada, pero en el siguiente te das cuenta de que estaba contando todo. Es narrativa para adultos, en el sentido menos condescendiente posible.

Simon no dirige con moralina, sino con precisión quirúrgica. No hay lugar para la esperanza edulcorada, pero sí para la dignidad —esa dignidad silenciosa que sobrevive entre ruinas y tiroteos, en una frase lanzada al viento o en una mirada de resignación en una escuela pública sin calefacción.

The Wire no quiere gustarte. Quiere enseñarte cómo funcionan las cosas cuando nadie está mirando. Y si logras verla hasta el final sin sentirte interpelado, es que ya eres parte del problema.

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